viernes, 13 de abril de 2018

La yegüada blanca





Estos días la pareja recorre los campos y sus pueblos. Visitan museos, yacimientos, ventas entre los cruces; hacen fotos, toman notas. Al poco que sienten los vientos de este sol fresco que viene del mar, sus cuerpos se elevan. Oyen entonces a los primeros ruiseñores, allá abajo entre los árboles. Los vencejos que los rodean llevan siglos yendo y viniendo, entre África y la tierra de acá, cruzando cada año el Ecuador, obedientes a un secreto magnetismo. 

Entre los pájaros hay leyendas antiquísimas que remontan al principio de los tiempos. Muchos de ellos oyeron la historia de unos vencejos que se quedaron aquí: enamorados de las esquirlas que el sol suave levanta desde el horizonte. Quisieron hacerse sedentarios, renunciar a la migración cíclica, amar una misma tierra.

Hubo un año, según se cuenta, en que, al regresar los vencejos, no se encontraron con sus antiguos congéneres. El invierno, los dioses, no se sabe, habían cambiado su forma. Ya no podían volar. Como una manada brillante de yeguas blancas, como nubes posadas para siempre en campos de flores silvestres, trotaban por los viejos collazos y esteros.

Las yeguas, con su cabeza erguida olfatean los vientos, con sus orejas tiesas, a la espera de que suene arriba, en las ramas de los árboles, el canto del ruiseñor; a la espera de los vencejos, las señales adelantadas de la primavera.




1 comentario:

Anónimo dijo...

Profesor, Esto que ha escrito aquí es poesía pura.